el calor de mi propia voz. Una vez a cubierto, me quedé quieta. Recogí palabras sencillas y luminosas del frío que me atenazaba las tripas. Vinieron nadando hasta mí y se metieron solas en mi red. Viví así durante meses, evitando hacer amistades nuevas, abandonando a los pocos amigos que habían sobrevivido a mi relación anterior. Pospuse la búsqueda de trabajo y preferí subsistir a base de café, de tostadas y del sol que se atrevía a colarse a través de mis sucias ventanas. Fueron días de indulgencia e indefensión. Pero tenía que buscar trabajo, recuperar las viejas amistades y entablar otras nuevas. Porque la cosecha iría menguando. Aunque todas las noches me dormía agotada de tanto llorar, aquellos momentos fueron los más intensos y dulces de mi vida. Continuamente destilaba mi tiempo libre y me alimentaba de él. Todos los días afianzaba mi codicia por tener más y más tiempo para mí, y sólo la radio estaba invitada. Así, en esa soledad, me fortalecí. Pero, poco a poco, el sentido práctico de la vida acabó con mi tregua. Me mudé a vivir con una amiga. Empecé a trabajar. Me enamoré. Enamorarse es como ir quedando arrinconado mientras retrocedes pintando el suelo a tu alrededor. Encantados con el color que hemos desplegado a nuestros pies, nos olvidamos de la libertad que, poco a poco, va disminuyendo a nuestras espaldas. Como consecuencia del abandono, mi río empezó a correr más lento, mi pesca empezó a menguar. Dejé de escuchar la radio. Otra vez volví a ocupar o a malgastar el tiempo en que estaba sola, en lugar de aprovecharlo para crecer. Y ahora —cuando parecía que me había recuperado— las cosas están a punto de hacerse añicos otra vez. Otro amor que se aleja, otra vez buscar un apartamento para mí sola. Siento cómo se tensa el aire y las paredes se alejan de mi cuerpo. Temblando, nerviosa, enciendo la radio por primera vez en muchos meses. Paul Auster está leyendo un relato sobre una niña que ha perdido a su padre y que arrastra un árbol de Navidad por las calles de Brooklyn a medianoche. Nos pide que le enviemos nuestras historias. Hay ciertas condiciones: tienen que ser cortas y tienen que ser verídicas. Pero yo no tengo muertes ni viajes dignos de ser contados. No tengo golpes de suerte espectaculares ni tragedias increíbles. Sólo tengo una tristeza común y corriente. Peor aún, llevo semanas sin poder escribir nada y lo único que ocupa mi mente son las partidas inminentes, los cambios inminentes. Entonces me doy cuenta: éste es el momento en que la soledad me tiende su mano amiga. La radio me está invitando a que vuelva. Que vuelva a las habitaciones que llenará con su voz envuelta en la más tibia franela, que vuelva a la cálida luz de un
tiempo a solas. He reconocido su invitación al escribir estas líneas. Ésta es mi historia, que concluye con el punto culminante del presente. A veces puede llegar a ser una suerte que nos abandonen. Mientras nos recuperamos de nuestra pérdida, podemos volver a estar con nosotros mismos.
AMENI ROZSA Williamstown, Massachusetts